El poder de nuestros pensamientos, atrévete a cambiar tus creencias

Las creencias son generalizaciones firmes y sólidas acerca de nosotros mismos (capacidad, comportamiento, etc) o bien acerca del mundo que nos rodea.

Neurológicamente, las creencias se forman en el sistema límbico (SL). El SL está relacionado con las emociones y la memoria a largo plazo y –aunque es una estructura más primitiva que el neo-córtex del cerebro-, sirve para integrar la información procedente de éste y para regular el sistema nervioso autónomo, que controla funciones corporales básicas tales como ritmo cardíaco, sudoración y frío corporales, rabia, miedo, etc.

Como son producidas por las estructuras más profundas del cerebro, las creencias provocan cambios en las funciones fisiológicas fundamentales del cuerpo y por ello son responsables de muchas de nuestras respuestas inconscientes. De hecho, sabemos que creemos realmente en algo porque se activan en nosotros reacciones fisiológicas: el corazón «me late aceleradamente»; las creencias hacen que me «hierva la sangre»; o que sienta un «escalofrío» en situaciones particulares, o «me tiemblen las manos o sienta mariposas cuando hablo en público”, efectos que no podríamos provocar conscientemente.

Construimos nuestras creencias basándonos en nuestra experiencia y, a la vez, nuestras creencias influyen sobre nuestras experiencias. Las creencias cambian como resultado de la experiencia y las experiencias a su vez cambian en función de las creencias.

Las creencias sobre nosotros mismos influyen con fuerza en nuestra eficacia cotidiana. Las personas tienen creencias que actúan como recursos, son las  “creencias potenciadoras”, y otras sin embargo limitan, son las llamadas  “creencias limitadoras”.

Como ejemplos de creencias potenciadoras, se pueden citar las siguientes:

“Tengo todos los recursos que necesito”

“Siempre que me esfuerzo, obtengo resultados”

Y como  ejemplos de creencias limitadoras se pueden encontrar las siguientes:

“No puedo hacerlo”

“No puedo fiarme de nadie”

Las creencias limitadoras se centran principalmente en tres áreas:

  • Desesperanza. Creencia de que lo que se desea no se puede alcanzar, sean cuales sean nuestras capacidades.
  • Impotencia. Creencia de que lo que deseamos es alcanzable, pero no somos capaces de lograrlo.
  • Ausencia de mérito. Creencia de que no merecemos lo que deseamos debido a algo que somos o hemos (o no hemos) hecho.

Para tener éxito, las personas necesitan cambiar esta clase de creencias limitadoras, por otras que implican:

  1. Esperanza en el futuro y posibilidad de lograr aquello que se desea.
  2. Sensación de capacidad y responsabilidad
  3. Sentido de valía y merecimiento.

El primer paso para manejar adecuadamente las creencias es identificarlas con precisión y distinguir las que nos potencian de las que nos limitan.

El  coaching personal utiliza un proceso de cambio de creencias que se puede dividir en varias etapas:

  1. Verbalizar la creencia. Convertir la creencia en lenguaje es lo que en muchos casos nos hace ser conscientes realmente de ella.
  2. Crear duda en la creencia existente. Para poder realizar este paso la Programación Neurolingüística nos ayuda a través de los contraejemplos, es decir, se trata de buscar ejemplos en los que no se cumpla dicha creencia. De esta manera, la creencia que se da como una verdad absoluta, pierde fuerza y validez.
  3. Pasar la creencia anterior a la clase de creencia desfasada.
  4. Pasar a una nueva creencia que en este caso nos aporte recursos, es decir que sea potenciadora.

Una bonita metáfora que tiene mucha relación con nuestros pensamientos, es decir, con nuestras creencias y cómo ellas afectan a nuestras emociones y, por lo tanto, a nuestro comportamiento es la siguiente:

La tribu de los mokokos vivía en el lado malo de la isla de las dos caras. Los dos lados, separados por un gran acantilado, eran como la noche y el día. El lado bueno estaba regado por ríos y lleno de árboles, flores, pájaros y comida fácil y abundante, mientras que en el lado malo, sin apenas agua ni plantas, se agolpaban las bestias feroces. Los mokokos tenían la desgracia de vivir allí desde siempre, sin que hubiera forma de cruzar. Su vida era dura y difícil: apenas tenían comida y bebida para todos y vivían siempre aterrorizados por las fieras, que periódicamente devoraban a alguno de los miembros de la tribu.

La leyenda contaba que algunos de sus antepasados habían podido cruzar con la única ayuda de una pequeña pértiga, pero hacía tantos años que no crecía un árbol lo suficientemente resistente como para fabricar una pértiga, que pocos mokokos creían que aquello fuera posible, y se habían acostumbrado a su difícil y resignada vida, pasando hambre y soñando con no acabar como cena de alguna bestia hambrienta.

Pero quiso la naturaleza que precisamente junto al borde del acantilado que separaba las dos caras de la isla, creciera un árbol delgaducho pero fuerte con el que pudieron construir dos pértigas. La expectación fue enorme y no hubo dudas al elegir a los afortunados que podrían utilizarlas: el gran jefe y el hechicero.

Pero cuando estos tuvieron la oportunidad de dar el salto, sintieron tanto miedo que no se atrevieron a hacerlo: pensaron que la pértiga podría quebrarse, o que no sería suficientemente larga, o que algo saldría mal durante el salto… y dieron tanta vida a aquellos pensamientos que su miedo les llevó a rendirse. Y cuando se vieron así, pensando que podrían ser objeto de burlas y comentarios, decidieron inventar viejas historias y leyendas de saltos fallidos e intentos fracasados de llegar al otro lado. Y tanto las contaron y las extendieron, que no había mokoko que no supiera de la imprudencia e insensatez que supondría tan siquiera intentar el salto. Y allí se quedaron las pértigas, disponibles para quien quisiera utilizarlas, pero abandonadas por todos, pues tomar una de aquellas pértigas se había convertido, a fuerza de repetirlo, en lo más impropio de un mokoko. Era una traición a los valores de sufrimiento y resistencia que tanto les distinguían.

Pero en aquella tribu surgieron Naru y Ariki, un par de corazones jóvenes que deseaban en su interior una vida diferente y, animados por la fuerza de su amor, decidieron un día utilizar las pértigas. Nadie se lo impidió, pero todos trataron de desanimarlos, convenciéndolos con mil explicaciones de los peligros del salto.

– ¿Y si fuera cierto lo que dicen? – se preguntaba el joven Naru.
– No hagas caso ¿Por qué hablan tanto de un salto que nunca han hecho? Yo también tengo un poco de miedo, pero no parece tan difícil -respondía Ariki, siempre decidida.
– Pero si sale mal, sería un final terrible – seguía Naru, indeciso.
– Puede que el salto nos salga mal, y puede que no. Pero quedarnos para siempre en este lado de la isla nos saldrá mal seguro ¿Conoces a alguien que no haya muerto devorado por las fieras o por el hambre? Ese también es un final terrible, aunque parezca que nos aún nos queda lejos.

– Tienes razón, Ariki. Y si esperásemos mucho, igual no tendríamos las fuerzas para dar este salto… Lo haremos mañana mismo

Y al día siguiente, Naru y Ariki saltaron a la cara buena de la isla. Mientras recogían las pértigas, mientras tomaban carrerilla, mientras sentían el impulso, el miedo apenas les dejaba respirar. Cuando volaban por los aires, indefensos y sin apoyos, sentían que algo había salido mal y les esperaba una muerte segura. Pero cuando aterrizaron en el otro lado de la isla y se abrazaron felices y alborotados, pensaron que no había sido para tanto.

Y mientras corrían a descubrir su nueva vida, pudieron escuchar a sus espaldas, como en un coro de voces apagadas:

– Ha sido suerte
– Yo pensaba hacerlo mañana
– ¡Qué salto tan malo! Si no llega a ser por la pértiga…

Y comprendieron por qué tan pocos saltaban, porque en la cara mala de la isla sólo se oían las voces resignadas de aquellas personas sin sueños, llenas de miedo y desesperanza, que no saltarían nunca…>>

 

Mercedes Melgar  | Coach Certificado

Artículo publicado en la revista Crearte

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